Cuando se derrumben las fronteras,
y el miedo se transforme en coraje
y los hombres vean lo que hicieron
tal vez no sea tan tarde
y podamos construir
un mundo más justo,
un lugar mejor dónde vivir.
Bueno, yo tenía este estribillo en la cabeza y ayer armé la canción. Está aún todo con pinzas. Así que voy a darle unas cuantas vueltas.
Siempre trato de aferrarme al ideal, a esa posibilidad de un mundo mejor, aunque en mi fuero interno sé que es casi imposible.
Cuando hablo de fronteras no son sólo físicas, también y sobre todo son froteras mentales. La gente detesta los cambios.
Es una pena porque para que hubiera más justicia social son muchos los cambios que deberían hacerse.
No creo en el comunismo pero sí creo en un capitalismo consciente que apoye a esos políticos, intelectuales, y empresas que cuidan de su entorno y de su gente.
Es difícil materializar la utopía en un mundo tan desigual. Y por eso para las personas que somos idealistas pero a la vez tenemos los pies en el suelo nos resulta muy duro aceptar la realidad.
Pero llega un momento en la vida en que si no sueltas todo ese sufrimiento que a modo de esponja sientes en tu interior simplemente te mueres.
No se puede vivir así. Por eso ultimamente estoy tratando de practicar el desapego.
¿Podremos construir un mundo más justo?
Aún resuenan en mí las últimas palabras de Rosa María Sardà, gran persona y actriz a la que yo admiraba profundamente.
No podremos.
Y reconocerlo es renunciar al sueño que personas como ella tenían desde niñas.
Yo también tenía ese sueño. Es muy duro renunciar a ese tipo de sueños. Después de la pandemia estamos muy lejos de un mundo mejor.
Ayer cuando veía los bombardeos en Jerusalem. Todos esos niños muertos. No pude contener las lágrimas, y pensé que no tenemos solución y que sólo podemos optar por vivir el día a día con algo de calma.
Ojalá a pesar de todo, la naturaleza esté de nuestro lado y tengamos tiempo, tiempo suficiente.